Joe “King” Oliver, un cornetista en los comienzos del jazz

Miles Davis, Duke Ellington, Louis Armstrong, John Coltrane, Ella Fitzgerald… cuando uno piensa en jazz, siempre se le vienen a la mente los mismos nombres. Los grandes clásicos. Sin embargo, hay una figura que quizá debería tener esta misma fama pero que apenas es conocida para el público no especializado. Se trata de Joe “King” Oliver, un cornetista que labró su obra cuando el jazz empezó a evolucionar y a afianzarse como género musical.

Su importancia reside en la capacidad que desplegó King Oliver para “integrar en su modo de tocar tanto la tradición más espontánea (Buddy Bolden) como la más deliberada (Manuel Pérez) del primer metal de Nueva Orleans. Casi desde cualquier punto de vista (histórico, musical o biográfico), Oliver descuella como figura fundamental en la historia del jazz”, según las propias palabras que Ted Gioia le dedica en su libro.

Joe “King” Oliver nació en Nueva Orleans (o, quizá, en los alrededores) el 11 de mayo de 1885. En aquellos tiempos, esta ciudad, ya en decadencia, del sur de los Estados Unidos tenía una actividad social llena de desfiles de bandas de música. El propio Oliver, dentro de su etapa de aprendizaje, llegó a tocar en alguna de estas bandas (The Olympia, The Onward Brass Band, The Original Superior y The Eagle Band).

En 1918, Oliver (como tantos otros músicos de jazz de la época) abandonó su ciudad de origen e inició un viaje por diversas metrópolis norteamericanas. Tres años después se estableció en Chicago y junto con su Creole Jazz Band comienza su época de mayor esplendor. Su música atrajo a un gran número de seguidores, ya fueran profesionales o del público general.

Durante este periodo tomó una decisión inesperada: optó por añadir una segunda corneta al grupo, una innovación en aquellos años pero que hoy en día no lo sería tanto. Quiso el destino que el segundo cornetista le quitara la fama y la gloria a King Oliver. El escogido no fue otro que Louis Armstrong, su pupilo, a quien regaló la primera corneta que tuvo en su poder. Armstrong le idolatraba y le llamaba “Papa Joe”. No se sabe cuales fueron los motivos que impulsaron a King Oliver a tomar esta decisión (el aprecio que sentía por el talento de Armstrong, el deseo de aumentar el nivel musical  de la Creole Jazz Band o, incluso, puede que King Oliver fuera consciente de su declive como cornetista). Cualquiera que fueran las razones, lo cierto es que Armstrong eclipsó la carrera de la Creole Jazz Band y del propio Oliver.

Juntos vivieron una época de éxito que duró poco tiempo. En 1924, el núcleo del grupo abandonó la Creole Jazz Band porque sospechaban que Oliver no les pagaba lo que debería. A partir de este punto, Oliver intentó reconstruir su carrera musical pero ya nada fue igual. Cada vez tocó menos y la calidad de su obra empeoró.

Su fama se esfumó y tuvo que padecer las condiciones de vida de los negros del sur durante la Depresión. Trabajó  de conserje en una sala de billar, de vendedor en los arcenes de la carretera… una serie de puestos de ínfima categoría. Quiso ahorrar para comprarse un billete hacia Nueva York donde vivía su hermana pero no pudo. Falleció en Georgia en abril de 1938. Vivía en el umbral de la pobreza y, por falta de dinero, fue enterrado en una tumba anónima en el cementerio de Woodlawn.

Oliver murió en el anonimato y hoy en día sigue sin ocupar el puesto en la historia que le correspondería por sus múltiples virtudes. Ted Gioia escribió de él lo siguiente:

“Oliver destaca como el cornetista de Nueva Orleans que nos legó un conjunto de grabaciones más impresionantes, unas grabaciones que nos ayudan de múltiples maneras a saber cómo debieron de sonar en su momento las demás figuras del primer jazz de Nueva Orleans. Puede que la banda de Oliver careciese de los ingeniosos arreglos de los Red Hot Peppers o de la discreta elegancia de los New Orleans Rhythm Kings, pero su característico sonido hot, intenso, impuro y desinhibido, se aproxima al máximo a la esencia de la experiencia jazzística. Su atractivo procede de su crudeza, de su terrenalidad, de su insistencia. Si la música de Jelly Roll ha envejecido como un buen vino, la de Oliver nos sigue abrasando la garganta como lo haría un whisky de contrabando”.

La figura de Joe “King” Oliver está olvidada para el público general, pero su música pervive en nuestra memoria colectiva a través de su protegido, Louis Armstrong.

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